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domingo, 12 de julio de 2009

Ser o parecer

Desde hace unos días atrás, he tomado la costumbre de salir a correr alrededor del pentagonito. Confieso que el deporte no es mi fuerte; de modo que, luego de alcanzar aproximadamente los trescientos metros planos, empiezo a sentir la agitación del cansancio y el arrepentimiento por todas las noches de bohemia en las que, perdido en el frenesí desatado, consumí bebidas espirituosas y hierbas aromáticas. Finalmente, ya por completo agotado, me detengo a respirar hondo y descansar en un agradable parque, que, quizás por su ornamentación excesiva –tiene una laguna con patos reales, una pérgola de madera blanca y un puente con detalles labrados–, se ha convertido en centro para sesiones fotográficas de parejas recién casadas.

Hoy, sudado y con la respiración entrecortada, me senté de nuevo en una de las bancas del mencionado parque, y, entre los árboles sosegados, pude observar al detalle ese trance extraño que es el tratar de perennizar el día del matrimonio. Los novios están tensos, pues temen que los trajes se arruguen o maltraten, que el peinado o el maquillaje se estropee, que se pase la hora y lleguen tarde a la fiesta. En suma, la situación es muy estresante. Sin embargo, al momento de la foto, deben (y repito: deben) fingir felicidad. Así, he visto a novias sonreír de oreja a oreja, y, luego del click fotográfico, volver al gesto de la mujer agobiada, perturbada y enferma de confusión. También he visto al novio mostrar su mejor porte de caballero, y, después del flash, arrojar una andanada de groserías contra la corte de ayudantes que se requiere en esos momentos.

De inmediato, me pregunté: ¿qué es más importante en los ritos contemporáneos como, por ejemplo, el matrimonio: ser o parecer? Y pensé en otros rito: el primer día de nido o colegio –en el que, en muchas ocasiones, el niño o niña está llorando con desesperación, pero la madre trata de sosegarlo para que salga bien en la foto–, la primera comunión –en la que, por lo común, el niño o niña está preocupado o incluso asustado porque recibirá el cuerpo y la sangre de un individuo que murió de forma tortuosa–, la graduación –en la que, por lo menos en mi universidad, los graduandos o graduandas están más interesados en que sea su terno o su vestido el más destacado de la ceremonia–, el primer día de trabajo –en el que, según mi experiencia, el novel trabajador o trabajadora está nervioso, pero siente la obligación de mostrar la tranquilidad de una roca–, y el día del entierro –en el que, usualmente, los deudos y deudas hablan maravillas del finado o finada, cuando, a veces, dichas maravillas esconden una vida llena de maldades y perversiones–.

¿Queda, entonces, algún rito en el que sea más importante ser que parecer? Bueno, creo que el único rito contemporáneo en el que se privilegia el ser se denomina concierto musical. Cuando uno es fan, cuando uno disfruta de la música que está oyendo en vivo, cuando uno siente que las notas atraviesan su cuerpo hasta sacudirlo de electricidad, cuando uno se encuentra rodeado de gente que comparte su placer por determinados sonidos, cuando uno junta su voz a la del cantante en una conjunción poderosa que destella amor a la música, cuando sucede todo ello, la persona no se guía por el “parecer”, sino por el “ser”. Puesto que, cuando se liberan tantas emociones, es difícil estar pendiente del parecer, que siempre requiere una deliberación previa. Así, en el concierto musical, el espectador sólo se deja llevar por el gozo, prescindiendo de las opiniones de los otros e incluso de las de sí mismo, opiniones que, en muchos casos, nos obligan a aparentar lo que no somos.
Entonces, estimado lector / oyente, te invito a que asistas a los conciertos musicales. Pues estos quizás sean el último rito en el que importe más el ser que el parecer. Como diría Gustavo Cerati, “bienvenidos al rito”.
Julio Meza Díaz


Gracias a You Tube, imágenes de algunos conciertos:




jueves, 2 de julio de 2009

Apología a los reproductores portátiles

Sé que muchos no estarán de acuerdo conmigo. Sé también que lo que afirmaré es caprichoso y exagerado. No obstante, quiero dejarme llevar por la pasión y el agradecimiento, y soltar en un grito poderoso lo siguiente: ¡El mejor invento del siglo XX es el reproductor portátil!

Era la década del 80, y mi hermano mayor, Renán, recibió como regalo de navidad un walkman. Al principio no me llamó la atención, pues me parecía un objeto demasiado grande como para llevarlo a todas partes. Sin embargo, Renán me lo prestó en una oportunidad, y, casi sin quererlo, salí a pasear a la calle con dicho aparato. ¡Qué enorme fue mi experiencia! ¡Qué maravillosa! Había descubierto que la música, la música que me gustaba, podía estar conmigo incluso en los lugares más insospechados, como en el bus, en una cola del banco o en el medio de un tumulto de gente. Emocionado hasta el tuétano, concluí en seguida: debo comprarme un walkman. Y, al poco tiempo, así lo hice.

Los años pasaron y, con ellos, fui adquiriendo progresivamente los reproductores portátiles más novedosos. En mis manos han estado un discman, un ipod y un mp3. Este último es el que, hoy por hoy, me acompaña en mis desplazamientos por la ciudad y el que, como si fuera una bella dama, recibe mis mejores tratos y mimos. Puesto que, según mi parecer, mi mp3 es la preja ideal: lo da todo sin esperar recibir nada a cambio (salvo una pila que, a veces, hasta es recargable).

Empero, hay detractores de los reproductores portátiles. Un gran profesor de la especialidad de Literatura de la Universidad Católica, quien enseña el curso de Literatura Italiana, me dijo una vez que el walkman empuja a la persona hacia el autismo. En ese momento no supe que responderle. Pero ahora, a manera de una defensa cerrada a favor de mi artilugio electromecánico preferido, puedo decir que el mencionado profesor se equivocaba. El individuo que sufre de autismo está encerrado en una burbuja que limita drásticamente su capacidad comunicativa. Por el contrario, el sujeto que usa, por ejemplo, un mp3, se encuentra en un constante intercambio dialógico con la música que escucha. Como es obvio, así no sea cantada, una pieza sonora es un mensaje expresivo, y lo que genera éste en el oyente (sea una sensación de agrado, desagrado o indiferencia) es una respuesta clara al evento señalado. De modo que, a diferencia del autista, el usuario de reproductores portátiles está en una constante experiencia comunicativa con la música que consume.

Ahora bien, además de lo dicho en el párrafo anterior, quiero manifestar la razón esencial que mueve esta pequeña apología. Cuando tenemos los oídos sin unos audífonos encima, el mundo es el que decide por nosotros qué escucharemos y qué no. Sin embargo, gracias a los reproductores portátiles, nosotros podemos elegir, haciendo uso de nuestra libertad, los sonidos a los que prestaremos atención, y con los que nos regocijaremos o fastidiaremos a lo largo del tiempo que consideremos necesario. Este es, entonces, el valioso favor que nos da el reproductor portátil: una posibilidad más de ejercer la libertad.

Sólo me resta agregar, hasta casi hacer estallar mis pulmones, lo que sigue: ¡El mejor invento del siglo XX es el reproductor portátil!


Julio Meza Díaz


Algunas páginas que ofrecen lo último en tecnología sobre reproductores portátiles: