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miércoles, 29 de octubre de 2008

Disco: Helville De Luxe (2008)

Solista: Enrique Bunbury (España)

Algunos de mis amigos, fanáticos de Héroes del Silencio, me habían afirmado que el ex vocalista de dicho grupo era, en la actualidad, un pésimo cantautor. Dudando de esas palabras, me atreví a juzgar por mí mismo la calidad compositora de Enrique Bunbury. “No quiero dejarme llevar por opiniones de otros”, me dije, y conseguí el Helville De Luxe, el último disco del pelucón español. Y, como sospechas, querido lector / oyente, lo escuché de inmediato, con las ansias que proporciona una curiosidad inapagable. A continuación, luego de la primera experiencia, cavilé: “De repente necesita otra oportunidad”. Y, con ese razonamiento, me metí por las orejas la música de Bunbury como una docena de veces. Finalmente, exhausto, y con la repulsión del que ha probado por terquedad mil pestilencias, vomité mi juicio inapelable: “El Enrique este, para no desperdiciar su tiempo, y el de sus escuchas, debería emplear el resto de su existencia en oficios más adecuados para su talento. Quizás la contabilidad o la ebanistería sean lo indicado para su desarrollo vital”.

Sucede, pues, que el Helville De Luxe es un disco fallido por donde se le analice. Sus canciones carecen de la menor audacia creativa, y parecen cortadas por la tijera de un autor no mediocre, sino más bien evidentemente pésimo. No basta con manejar una voz de registro considerable, estar vestido con los ropajes de la fama del pasado y, además, tener el respaldo de alguna disquera poderosa. No, todo eso no es suficiente. Para hacer buena música, se requiere de trabajo constante y de una luz (dícese, por la mayoría, inspiración) que recoja y organice de manera destacable el conocimiento de la tradición a la que uno se inscribe. Y ese es el gran error de Bunbury. Pareciera que no está informado más que de los referentes de su antigua banda, Héroes del Silencio, y no hubiera tratado de acumular las experiencias de otras estéticas. El Helville de Luxe suena a Héroes del Silencio, pero en su versión más sosa y aburrida, y sin ningún destello en particular.

Comentar por separado las canciones de Bunbury es un ejercicio vacío. Cada una de ellas arrastra una torpeza que hastía e incluso amarga. Pues molesta (sí, lo digo con todas sus letras: molesta) que alguien que fuera considerado un gran artista allá por los 80 y 90, en la actualidad no sea más que la sombra pálida de su propia sombra. Las migajas restantes del gran banquete de la música.

“¿Tenían razón mis amigos?”, pienso. Pues sí. Es triste pero cierto: Enrique Bunbury es un pésimo cantautor. Si desean comprobarlo, adquieran el Helville de Luxe, y vayan pensando, desde ya, qué harán con el disco. Les doy una sugerencia: úsenlo de frisby.

Julio Meza Díaz.

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jueves, 16 de octubre de 2008

Disco: No sé si es Buenos Aires o Madrid (2008)

Solista: Fito Páez (Argentina)

Recuerdo que en los 90, cuando me encontraba en el colegio -estuve gran parte de mi niñez y adolescencia en el San Agustín, esa ultra conservadora institución educativa que se ubica en Lima, en un barrio pudiente llamado San Isidro-, cuando estaba en quinto o sexto grado de primaría, comentaba, había datos de mi persona que guardaba como secretos de gran valor sentimental. Por ejemplo, nunca le decía a nadie, ni a mis más cercanos compañeros, que era un filatélico empedernido que, con una lupa de por medio, me pasaba horas contemplando las imágenes diminutas de esos papelitos los cuales, pese a su ínfimo tamaño, poseen para los conocedores una inmensa estima artística y monetaria. Otra de las intimidades que no sacaba a la luz era mi gusto por la música rock, y, sobre todo, por el placer que me despertaban las melodías exquisitas de Fito Páez. ¿A qué se debía esta vergüenza? Pues a un hecho execrable. Sucedió en una actuación en el San Agustín. Un grupo de estúpidos y carentes de talento, empuñando con torpeza instrumentos musicales, ejecutaron la peor versión que he escuchado de Mariposa Technicolor. En los coros, dando muestras de un idiotismo palpable, estos chiquillos, en vez de repetir el título de la canción, gritaban a voz en cuello: “¡Fito Páez es un cabrón!”. Que fuera verdad o mentira esta frase era lo de menos. El problema se centraba en que, desde ese momento, en el inmenso ámbito del San Agustín, se condenó a cualquier escucha de Páez al exilio absoluto y a la mofa más pérfida.

En la actualidad, el asunto me causa gracia, por supuesto. Pero en su momento me generó una enorme preocupación. Si, empujado por un arrebato, daba a conocer mi recóndito gusto por el talento del rosarino, pagaría caro mi audacia; de modo que esto lo oculté hasta mi último tarde en ese detestable colegio. Pero, por suerte, la vida siempre da revanchas. Y, en estos días, en que gozo por completo de mis libertades individuales, puedo gritar a medio mundo que, luego de Spinetta y Charly García, y junto a Cerati y Andrés Calamaro, me parece que Fito Páez es uno de los grandes artistas gauchos que más aprecio. Por este motivo, cada vez que este compositor presenta un nuevo álbum, lo disfruto hasta el cansancio auditivo y, además, lo celebró como la llegada de una nueva esperanza en una vida gris.

El disco que ha llegado a mis manos se titula No sé si es Buenos Aires o Madrid. Como algunos saben, no es un producto de estudio, sino la grabación en vivo de algunas de las piezas más destacables de Fito. Si hay algo que las liga, es la estética plasmada por la exigua cantidad de recursos instrumentales. Al igual que en el caso de su penúltimo trabajo, Rodolfo, en esta oportunidad hay canciones que son acompañadas únicamente por las armonías vibrantes de un piano de cola. Encuentro otra constante también, y es la respuesta enfebrecida del público. Cuando escucho un concierto semejante, concluyo lo siguiente: un buen cantante es aquel que despierta pasiones no con uno o dos hits, sino con decenas o, tal vez, centenas de canciones, que su fans disfrutan y conocen de manera parecida a los religiosos frente a sus oraciones místicas.

No sé si es Bueno Aires o Madrid abre bellamente con 11 y 6. El respetable aclama y Fito, con una voz limpia y sus teclas melodiosas, suelta: “En un café / se vieron por casualidad / cansados en el alma de tanto andar…”. Es la tierna historia de una pareja de niños que disfrutan del amor y la libertad de un modo conmovedor y poco ortodoxo. Más adelante se escucha su clásico El amor después del amor. Con una apertura inusual, Fito quiebra la melancolía del piano añadiéndole mucha más melancolía: “El amor después / del amor tal vez / se parezca a este rayo de sol…”. ¿Hay algo mejor que la experiencia del amor luego del amor? A mi parecer, y guiado por la lírica de esta canción, sólo sabemos en verdad del amor cuando se da luego de otro amor. ¿He usado demasiadas veces la palabra amor, no? Bueno, es que en los últimos días, por un mero afán dramatúrgico, le he dado vueltas a ese término tan inexplicable y, a la vez, hermoso que es el amor. Luego, la sorpresa del disco: Contigo, original de Joaquín Sabina, cantado por Fito y por aquel madrileño de ronca garganta y verbo afilado. Dice el estribillo: “Y morirme contigo si te matas / y matarme contigo si te mueres / porque el amor / cuando no muere mata / porque amores que matan / nunca mueren”. Enredado pero certero. Ese juego de palabras carga una verdad poética que he comprobado en más de una oportunidad. Con un piano de teclas alegres, Dar es dar es entonada por Fito como quien hace música en una cantina para beodos felices. “Dar es dar / y no marcar las cartas / simplemente dar”, dice Fito, y, de esta manera tan sencilla, pero profunda, aclama positivamente el desprendimiento en sus diversos matices. Y, para acabar, Mariposa Technicolor, en su enésima versión que, sin embargo, todavía fascina a los escuchas y a este triste comentarista.

Y bueno, ¿habrá todavía algún chiquillo que, por temor o vergüenza, no quiera dar a conocer sus gustos musicales? Espero que no. Porque, si hay algo que, de acuerdo con mi experiencia, brinda placer, es gritar a los cuatro vientos el gozo que nos proporcionan ciertas obras de arte. Esto es lo que me motiva, por ejemplo, a seguir escribiendo estos textos, y a chillar, sin miedo alguno, que SOY UN MELÓMANO QUE DISFRUTA DE FITO PÁEZ, como de tantos otros cantautores. He dicho.

Julio Meza Díaz

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viernes, 10 de octubre de 2008

Disco: Cumbia (2008)


Grupo: Bareto (Perú)

He puesto el disco Cumbia, de Bareto y, como si una fuerza animal naciera de mis entrañas, me pongo de pie y comienzo a bailar, entregado a la alegría de los sonidos de la selva y a una suerte de relectura de la psicodelia más sensual.

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Arrancaré mi crítica con una afirmación tajante: Bareto es una de las grandes revelaciones peruanas de lo que va de la década del 2000. Corriendo el riesgo de ser rechazados por su estética -pues en nuestro medio se privilegia demasiado la lírica y se menosprecia los grupos meramente sonoros-, emprendieron un proyecto que, en su primera etapa, demostró una influencia básicamente anglosajona. No obstante, en sus declaraciones a la prensa y en una pieza en particular -La calor-, ya daban visos de su interés por la música mestiza, es decir, el arte melódico del occidente más añejo recogido por nuestros pares, reelaborado y presentado con características propias, novedosas y mixtas.

Con Cumbia, su último disco, Bareto ha conseguido llevar muy lejos esta preocupación por los estilos selváticos y andinos tropicales. Sin lugar a dudas, el resultado final de su búsqueda ha sido deslumbrante: entre sus piezas, encontramos ritmos clásicos ejecutados con maestría; arreglos que echan mano tanto del saxofón huancaíno como de la guitarra más aguda y trepidante; golpes furiosos de batería que destacan en una atmósfera que, en su versión antigua, trataba de silenciar la violencia de este instrumento; y gritos felices que celebran, en cada clímax musical, la pasión de estar haciendo una armoniosa combinación de sonidos excitantes.

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Sigo bailando con un júbilo que no había sentido desde hacía mucho. No obstante, algo quiere detener mi goce: estoy sin pareja y, en esta clase de trances -actos dancísticos cercanos a lo orgiástico-, se requiere de una acompañante de naturaleza voluptuosa y arrebatadora. Sin dejar de moverme, tomo entonces el paquete de Cumbia y lo observo con minuciosidad. En los interiores, hay una reina que crece entre flores gigantescas, haciendo vibrar sus carnes generosas y batiendo su cabellera abundante hasta lograr la crispación del macho más inocente.

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Aunque todas las piezas de Cumbia son destacables, quiero señalar con especial énfasis el segmento dedicado a Juaneco y su combo. En Vacilando con ayahuasca, encuentro una guitarra que, tocada con un talento que sobresalta, empuja la pieza a un vértigo de locura. Ya se ha muerto mi abuela es más relajada, pero no por ello carece de detalles importantes: los vientos le insuflan una fuerza que hace trepidar los pies incluso a los duros como tabla. A continuación, en Mujer hilandera y A la fiesta de San Juan, la guitarra vuelve a ponerse de relieve: guían el ritmo a una velocidad que inquieta y alegra, que envuelve y somete de forma determinante. Un brillo aparte es el manejo de los coros: son de una potencia carnavalesca que contagia. Alejado por estilo del Juaneco y su combo, pero incluidos en un mismo género, Soy provinciano, original de Papá Chacalón, es una joya por su mezcolanza musical: con vientos andinos, y una percusión lindante al reggae, genera una ambiente melódico, tierno y relajado, que invita a la apreciación detenida de las notas y a la nostalgia del terruño dejado atrás. Llorando se fue, de los Kjarkas, es interpretado con una velocidad motivadora, dirigida por los vientos contundentes que, como si hablaran con radicalidad, parecen retar a los bailarines avezados a intentar perseguir su compás enfebrecido.

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Ahora no estoy solo: en un giro real maravilloso, la mujer del interior del disco se sacude con su cuerpo pegado al mío, sus caderas se bambolean con ánimo candente, y yo, que, a esta altura de las circunstancias, ya perdí mi característica timidez, entre gestos temblorosos y dubitativos, acerco una mano curiosa y toco eso que se estremece y palpita, esos bultos que me encandilan y que me atrapan y me sumergen en la loca pasión, al rito de la lujuria feliz y sin trabas. “Oh, mi selvática quimera”, pienso, entregado al movimiento puro.

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Por último, tengo que decir que Bareto no sólo ha conseguido un excelente disco. Con su eclecticismo profundo, ha vinculado a ciertos sectores representativos de la capital, Lima -como los estudiantes universitarios, los habitúes de Barranco y un puñado de seguidores de distinta procedencia-, con los círculos más lejanos de la sierra y la selva. Mestizaje, le dicen a este resultado. Y, en un país de tantas y tan diferentes sangres, hay que celebrarlo. ¿De qué manera? Pues escuchando el Cumbia de Bareto, y agitándose con los bamboleos de una selvática liberada. He ahí el mejor elogio para tan excelente disco. ¡Bareto, vamos a la fiesta de San Juan!
Julio Meza Díaz

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